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Después del mar (2)



Por ISADORA GARCÍA


Escondidos en la arena, descansan recuerdos y sueños de los hijos de la tierra. Todos los poemas, los escritos, las novelas enteras escritas por él, por ella. El mar. La mar. Masculino y femenino. Noche y día, Furia y Calma. Vida y muerte. Aliento y desesperanza.


Del mar se ha dicho todo. Poseidón, grandioso, ha desatado su furia sobre los poco dignos, sobre los traidores, sobre los insensatos. Maria Sabina, en cambio, conoció sus poderes curativos y sanadores en los que reposa el amor de las madres y las abuelas de siempre.


“Huele a mar”, decimos al llegar. Y las historias de la infancia se reviven cada vez que se pisa esa misma arena tibia y fría por debajo, seca y llena de agua al escarbar. Guardamos recuerdos, memorias, secretos, llantos, risas, ansiedades, sueños, deseos. Cuerpos lánguidos y regordetes se tienden al sol. Golosinas de todas, dulces y saladas, frutos tropicales nos deleitan con su extracto dulce y su frescura. Podríamos seguir después de las horas, embriagados de su sol unas veces tibio y otras ardiente, o sus tardes frescas y sus noches oscuras y temerosas. Nada como el mar, que no tiene principio ni fin, que no habla pero dice cosas, que acompaña marinos, migrantes, pescadores, cazadores, viajeros, tripulantes del barco de la vida.


A falta de palabras dignas de premios, encuentro en las de otros aquello que en mi corazón resuena…


A ti regreso, mar, al sabor fuerte

De la sal que el viento trae hasta mi boca,

A tu claridad, a esta suerte

Que me fue dada de olvidar la muerte

Aun sabiendo que la vida es poca.


“A ti regreso, mar”

José Saramago. - fragmento -


Haber vivido en un lugar cerca del mar, supongo, te hace un poco distinto. Un sol tropical abraza más fuerte, más cerquita. El mar susurra todas las tardes, y llora en los inviernos, cuando se queda solo y triste.


Cuando era niña y vivíamos en Tampico, el paseo de la playa era lo más esperado. Recuerdo esos hoyos en la arena que cavamos  mi hermano y yo tantas veces, en los que enterrábamos a mamá o papá. El tiempo no se movía, los días parecían no tener principio ni fin. De repente estábamos ahí, con un mantel que mi mamá llevaba ( bordado por sus manos) y con botanas que ella preparaba para no gastar mucho y aguantar todo el día. Pero los niños de todas las épocas son los mismos, porque al final estaban los raspados, los deliciosos mangos petacones clavados en un palito de madera, con esas cortaditas que los hacían parecer una flor amarilla enorme, y por supuesto, nunca podía faltar un “trolelote”. Este término se acuñó en Tampico, es marca registrada y sólo allá lo comprendemos, pero en pocas palabras es un elote preparado en vaso.


En aquellos días, no importaba mucho apurarse. Los fines de semana eran sencillos, como creo que deben ser. Hacíamos cosas sencillas, tampoco había demasiadas opciones, pero lo poco o mucho que había se sentía bien, se sentía suficiente. Hoy los tiempos son diferentes. Las madres nos esforzamos por mantener a nuestros hijos “ocupados”, y luchamos contra el tiempo, sabiendo en el fondo que jamás podremos vencerlo, pero tratamos de correr a su ritmo igual, y ahí se nos van los días, los meses, los años, la vida.


Por suerte, hay cosas que no cambian. Una de esas, es pasar un día de playa. Reunirse con familia o con algunos amigos y simplemente, dejar que el día transcurra. Sentarte a ver cómo las olas juegan con tus hijos, como ahora ellos hacen pozos en la arena y juegan a hacer “albercas” que nunca se llenan, comer sandwiches o pollo rostizado, comprar antojos, refrescarse en el agua que parece recordarte y te cuenta de todo lo que ha pasado en tu ausencia. Esas tardes, los chicos no quieren irse, piden “otro ratito mamá, por favor” y nosotras los dejamos, esperamos, hasta que la tarde ya está pardeando y los mosquitos llegan. Después, un buen baño y cualquier cosa para cenar, porque todos estamos cansados y queremos dormir.


Ojalá mis hijos sigan amando siempre el mar, ojalá ellos también lleven a sus hijos, y sus hijos a los suyos. Ojalá que el mar no se quede nunca solo, que se llene de niños que hagan hoyos en la arena, que caminen por sus orillas pies curiosos y juguetones. Ojalá que el viento siga siempre soplando ahí, para que nadie quiera irse de su lado.


Al volver a casa de algunos días de descanso cerca de las olas del mar, añoro ya ese dulce sonido, esa brisa fresca, esas aguas que me acompañaron a lo largo de un pedazo de vida, esas aguas que han abrazado a mis hijos, en las que yo abracé a mis padres, esas aguas que me dan calma y esperanza, que hablan cuando todo calla, esas aguas que fueron nido y navío, esas, esas aguas, a las que siempre, mientras pueda,he de volver.

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